14 abril, 2008

El brujito y el jarabe de luna (III)


En su retorno, el aprendiz navegó entre los surcos de su razón, buscando un cómo, un por qué, un quizás y un para qué. Preguntas. Siempre preguntas.


Entre tanto cavilar, los ojos que tenía por observatorio se percataron de una extraña circunstancia: la luna brillaba más que nunca. Y era porque… en aquel cielo que protegía el arcedo, no había ninguna estrella. Solamente la luna. La luna llena. A rebosar.
Parecía que los puntos de luz se habían guardado en el gorro azul, y por ello no podían brillar allá en lo alto.


- La luna. La luna ha debido dormir cada día en un olivar de plata. De allí habrá tomado no sólo su color, sino toda su sabiduría.


- Y del abetal, su misterio – completó el gorro.


- La luna… siempre tiene una cara oculta. Una cara de reserva. Una intimidad bien guardada. Tiene sus fases, y épocas en las que siempre crece. Otras en las que desaparece, para dejar a todas las miles de millones de estrellas del universo, mostrar su brillo más afilado. Sabe dormir la noche como nadie, y mecer una cuna con la mano más templada que puedas imaginar. Tiene su soledad sin sol. Pero toda su luz para viajar alrededor de cada lugar…


- Te fascina la luna, amigo.


- Haré un jarabe de luna, amigo – Apuntó el brujito mientras abría, con la llave de marfil, su humilde morada.

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